Él no es lindo, y lo sabe. Igual se produce: se hizo un jopo y se entalló bien la camisa celeste de mangas cortas, para diferenciarse de sus compañeros, a los que, con el correr de los turnos agotadores y embolantes, se les arruga la camisa suelta y se les nota el peinado del conurbano. Sobre todo después del mediodía, que es cuando se matan laburando. Pero a eso de las cuatro la gente ya viene por café y alguna pavada, y se suele quedar un largo rato revisando el celu, leyendo, estudiando…Y después caen los personajes de las seis de la tarde, los horribles. Se visten mal, tienen mal olor, piden un vaso de agua y ocupan las mesas. Al mediodía también están pero se notan menos, se roban la comida que queda en las bandejas antes de que los detecte el de seguridad, y salen corriendo. También están las viejas raras, que entran, piden un café y una factura y se quedan ahí, mirando por la ventana. Y él se ríe de los pelos rubios patéticos y del lápiz labial de las viejas, y de las morochas gordas que entran con cuatro críos para usar el baño. Gente fea.
Éste debe de ser uno de los locales de Burger más aburridos de todo Buenos Aires. A él le gustaría trabajar en uno que tenga más onda, o al menos, ser el más brillante en este lugar oscuro. Pero él es feo, o no todo lo lindo que debería, demasiado blanco, demasiado flaco, demasiado petiso. Se apoya sobre un brazo, de costado, sobre el mostrador, y cuchichea con su compañera. Atrás, en la cocina, los chicos y las chicas charlan tranquilos entre ellos. Hay poco trabajo. Él pasea la mirada lentamente sobre cada uno de ellos, y piensa en cuántas ganas tiene de chequear el celular, pero no puede, tiene que quedarse ahí. Tampoco quiere juntarse con ellos: sabe lo que hablan a sus espaldas, y aunque no le molesta mostrarse gay, tiene muy claro que, todavía hoy, una cosa es lo que dice la tele y otra lo que te dicen por la calle.
De pronto, atraviesa la puerta ÉL. Un gigante escandinavo, dirían los diarios con razón. Son las siete de la tarde, nada puede salvar el día laboral, pero ÉL entra al local y su facha es tan impresionante que colabora para que la sucursal de Burger, rodeándolo, parezca un bar de Puente La Noria. Altísimo el gigante, cuidadosamente pelado. Bronceado, musculoso, con una camiseta gris, bermudas…y una rubia chiquitita al lado.
Él no lo vio entrar al local, justo se le había ido la mirada para un rincón…pero cuando lo descubre, se le abren los ojos, igual que a las pocas mujeres jóvenes que están ahí. Las viejas, observan al gigante como al pasar y vuelven a clavar la vista adelante, hacia un interlocutor que tal vez hace años que está ausente.
Mientras el gigante y su breve novia tratan de descular el menú escrito en español, él pasa por detrás de su compañera, le dice al oído algo que la hace reír, y se corre hasta la punta del mostrador. Ella, que todavía se ríe, lo llama con la excusa de ayudar al gigante a pedir su combo. Él se niega. Ella insiste. Él mira de costado hacia la cocina donde los pibes boludean pero siguen atentos, se enoja, frunce la cara, baja la cabeza y le suelta a su compañera un duro: “No, basta, no voy”, que la obliga a dejar de reír. Ella cobra y entrega el ticket, el gigante y la breve retiran la bandeja (con lo que el gigante deja de ser mágico para volverse una calabaza), y él se queda en su rincón mirando de nuevo la nada, deseando (sin saberlo) que su vida deje de parecerse a un combo.