En el Burger de Florida

Él no es lindo, y lo sabe. Igual se produce: se hizo un jopo y se entalló bien la camisa celeste de mangas cortas, para diferenciarse de sus compañeros, a los que, con el correr de los turnos agotadores y embolantes, se les arruga la camisa suelta y se les nota el peinado del conurbano. Sobre todo después del mediodía, que es cuando se matan laburando. Pero a eso de las cuatro la gente ya viene por café y alguna pavada, y se suele quedar un largo rato revisando el celu, leyendo, estudiando…Y después caen los personajes de las seis de la tarde, los horribles. Se visten mal, tienen mal olor, piden un vaso de agua y ocupan las mesas. Al mediodía también están pero se notan menos, se roban la comida que queda en las bandejas antes de que los detecte el de seguridad, y salen corriendo. También están las viejas raras, que entran, piden un café y una factura y se quedan ahí, mirando por la ventana.   Y él se ríe de los pelos rubios patéticos y del lápiz labial de las viejas, y de las morochas gordas que entran con cuatro críos para usar el baño. Gente fea.

Éste debe de ser uno de los locales de Burger más aburridos de todo Buenos Aires. A él le gustaría trabajar en uno que tenga más onda, o al menos, ser el más brillante en este lugar oscuro. Pero él es feo, o no todo lo lindo que debería, demasiado blanco, demasiado flaco, demasiado petiso. Se apoya sobre un brazo, de costado, sobre el mostrador, y cuchichea con su compañera. Atrás, en la cocina, los chicos y las chicas charlan tranquilos entre ellos. Hay poco trabajo. Él pasea la mirada lentamente sobre cada uno de ellos, y piensa en cuántas ganas tiene de chequear el celular, pero no puede, tiene que quedarse ahí. Tampoco quiere juntarse con ellos: sabe lo que hablan a sus espaldas, y aunque no le molesta mostrarse gay, tiene muy claro que, todavía hoy, una cosa es lo que dice la tele y otra lo que te dicen por la calle.

De pronto, atraviesa la puerta ÉL. Un gigante escandinavo, dirían los diarios con razón. Son las siete de la tarde, nada puede salvar el día laboral, pero ÉL entra al local y su facha es tan impresionante que colabora para que la sucursal de Burger,  rodeándolo, parezca un bar de Puente La Noria. Altísimo el gigante, cuidadosamente pelado. Bronceado, musculoso, con una camiseta gris, bermudas…y una rubia chiquitita al lado.

Él no lo vio entrar al local, justo se le había ido la mirada para un rincón…pero cuando lo descubre, se le abren los ojos, igual que a las pocas mujeres jóvenes que están ahí. Las viejas, observan al gigante como al pasar y vuelven a clavar la vista adelante, hacia un interlocutor que tal vez hace años que está ausente.

Mientras el gigante y su breve novia tratan de descular el menú escrito en español, él pasa por detrás de su compañera,  le dice al oído algo que la hace reír, y se corre hasta la punta del mostrador. Ella, que todavía se ríe, lo llama con la excusa de ayudar al gigante a pedir su combo. Él se niega. Ella insiste. Él mira de costado hacia la cocina donde los pibes boludean pero siguen atentos, se enoja, frunce la cara, baja la cabeza y le suelta a su compañera un duro: “No, basta, no voy”, que la obliga a dejar de reír. Ella cobra y entrega el ticket, el gigante y la breve retiran la bandeja (con lo que el gigante deja de ser mágico para volverse una calabaza), y él se queda en su rincón mirando de nuevo la nada, deseando (sin saberlo) que su vida deje de parecerse a un combo.

Taxi de noche

Me subo al taxi. Tranqui, vuelta a casa, 23:30 hs. Panza llena. Mi amiga Pato hizo una bondiola espectacular, como siempre. A dormir se ha dicho. Rivadavia, a la noche y desde un auto, siempre parece una avenida pacífica. El chofer tiene una cara como la de Michael Keaton, así redonda. Pelada redonda, ojos redondos y claros, pestañas tupidas, la nariz corta y respingada. Redondo.

Cuando está llegando a Centenera para doblar, sube el volumen de la radio y acelera. O me parece a mí que acelera, y me tira: “Este va a ser un viaje diferente”.  Confieso que se me vino a la mente un episodio de quasi secuestro que sufrí cuando joven. Quedo congelada.

Pero al toque el tipo dice: “Usted escuchó alguna vez este programa?”, y vuelve a subir el volumen. Se escuchan unos gritos raros y una cortina de presentación y un ñato que cuenta una historia que termina siendo la de Carolina Aló. A lo largo del relato siguen los gritos raros en un segundo plano no muy tenue, más bien invasivo. Yo escucho, y lo que me asustan son los gritos.

Cuando termina, le digo al chofer redondo: “Ah, sí, es como un cuento sobre el crimen de esa chica…”.

“Es una historia real”, interrumpe, “todas son historias reales. La de hoy fue más o menos, pero a veces pasan cada una…”. Lo miro; trato de asimilar la relación entre el satanismo y el loco hijo de puta que mató a la piba. Entonces me dice que los gritos que me hicieron cagar en las patas fueron tomados en casas embrujadas, que también son gritos reales, y ahí me agarra cosita. “Aparte la gente llama a la radio y cuenta sus cosas, yo mismo llamé acá y conté lo que vi…”

Vieron que yo a los tacheros raritos les sigo la corriente, para que no se me alteren al menos hasta que llegue a casa sana y salva, así que le pregunto qué vio. Faltan como veinte cuadras. Y ahí me cuenta que ya el padre había visto a un hombre de dos metros de estatura vestido de negro y con un sombrero. “Y quién era?”, le pregunto. “Je, la Parca”, me dice. “Y yo una vez vi a un hombre transparente cuando paré en un semáforo. Llevaba una pasajera, y ella también lo vio. Atravesó un auto y desapareció.”

Miro por la ventanilla y reconozco, sobre el empedrado de Alberdi, la forma familiar de la autopista. Catorce cuadras, trece, doce…

Y me sigue contando que en un puente en Belgrano varias personas vieron al del sombrero y otras formas que adquiere La Mort, y que algunos después de verla efectivamente se murieron. Yo miro por el espejo los ojos claros del  tipo y me recuerda un poquito a Chucky. Pero aparte me pregunto si tendrá alguna mina y me contesto que sería imposible. Siete cuadras…

Entonces le pregunto si no lo habló con algún parapsicólogo (no saben lo largos que son los semáforos a medianoche en Villa Luro). Cuatro cuadras…

“Es que yo soy parapsicólogo”, me dice mientras se da vuelta a cobrarme.

Me decido de una a quedar como pelotuda pero huir antes de que saque una sierra, o una daga, o algo. “Ah, mire usté lo que es la vida, no? Qué casualidá, bueh, que tenga buenas noches”.

Me bajo, camino derechito por Pola sin darme vuelta. Me pregunto si el taxi y el chofer de la cara redonda no habrán desaparecido bajo la luz de la luna. Me asusto un poquito. Vamo a casa.

A nadie se le ocurrió

«Resistiré, erguida frente a todoooo», sonaba en mi cabeza esa mañana apenas desperté. Tu canción favorita, tu grito de guerra.

Todavía recuerdo aquel cumpleaños que festejamos en tu casa. Puse ese tema en el equipo y te lo dediqué:

—Para vos, Ali, porque yo sé que vos vas a resistir.

Sonreíste de costado, escuchaste la letra,  y pasado un rato, cuando yo ya estaba sirviéndome algo de la mesa, respondiste con tu vozarrón de siempre:

—¿Sabés una cosa, Andre? Es verdad, claro que resistiré.

Todos nos reímos. En aquella época, tenías varios frentes abiertos, más que nada en la iglesia. Unos cuantos te odiaban porque te encantaba mandar, y porque conseguías que los demás te hiciéramos caso, a veces más que al propio padre José. Y tu pensamiento era original, audaz, cuestionador. No sé si te entendíamos, pero seguro te admirábamos.

—Demasiado temperamento para estar en un grupo santo— había dicho una vez María Rosa, la más vieja de la congregación, después de que te reíste a carcajadas durante una misa de ramos. No era para menos: María Rosa se había puesto un vestido azul con moñitos, y trataba de que la gente cantara. No se daba cuenta de que esa noche había muchas personas que sólo buscaban la bendición de los ramos de olivo, y mientras el sacerdote hablaba, ellos se ocupaban de sus celulares. María Rosa gritaba «¡canten, canten!» y los demás la miraban como si estuviera loca. Entonces sonó tu risa fuerte en toda la iglesia, y muchos te seguimos. Después, el padre José pasó varios meses sin hablarte, pero ya estaba hecho.

La noche de Resistiré en tu cumpleaños, Carlos se hacía el ocurrente, como siempre, y se mostraba cariñoso y enamorado. Te había regalado una 4×4, había exagerado en la compra de la comida y de la bebida, hasta se había cortado el pelo negro y rebelde. A nadie se le ocurrió pensar que ya te engañaba.

—Qué bárbara esa chica  Mónica— dijeron las mujeres de la iglesia en un té canasta a beneficio, unos días después. —Cómo va a perdonar al marido después de lo que le hizo.

—Nunca, eso es rebajarse como mujer— respondiste. —Yo jamás perdonaría una traición.

Un año más tarde decidiste espiar uno de los celulares de Carlos, y entonces comprobaste que tenía una amante y que él lo iba a negar aunque se lo preguntaras con el whatsapp abierto en el último «Buen día, amor», de doce minutos atrás.

Cuando te decidiste a contarlo, la noticia chisporroteó en las bocas amargas de las mujeres de la iglesia. Echaste a Carlos de tu casa. Lloraste. Lo perdonaste, lo seguiste amando pero nunca más volviste a verlo: habías dicho que nunca lo perdonarías, y si hubo algo que pudieras amar más que a un hombre era al valor de tu palabra.

Con el tiempo, te apartaste de la iglesia. Te veíamos poco, y cuando aparecías, nos llamaba la atención tu palidez y tu dificultad para caminar. Pero insistimos, y fuiste al médico. Dijiste que te habían hecho una resonancia magnética, y que tenías tres hernias de disco. Te creímos, porque siempre te creíamos.

Esa mañana de Resistiré en mi cabeza en la voz de Estela Raval, ya te habías internado en terapia intensiva. Salí corriendo de mi casa rumbo a la clínica, con un presentimiento. En el camino, me llamó María Rosa:

—El padre José llamó a Alicia, y ella le dijo que sabe que tiene cáncer desde hace tres años, pero que no se quiso curar, que no quiere sufrir más. ¿Cómo puede ser, Andrea? Yo siempre discutí con ella, pero ¿por qué no quiso que los amigos la ayudaran? ¿Por qué se deja morir? ¿Por qué mintió?

—Supongo que porque a nadie se le ocurrió que alguien como ella pueda morirse de amor— le dije, y entonces llegó el mensaje de texto.

El budín de la abuela

 

El tiempo corría diferente cuando mi abuela Rosario preparaba el budín inglés. Para mi hermano y para mí, era día de golosina. Para ella, era casi todo un día de trabajo. Nos despertábamos a la mañana y sobre la mesa amarilla de su cocina ya estaban los ingredientes dispuestos: las nueces enteras, las pasas de uva remojadas en coñac, los huevos, la harina, los moldes de metal forrados con el papel manteca siempre indomable que dibujaba una forma asimétrica en el aire, entre tantos cacharros circulares y rectangulares. Todo listo, con el calor del día y con su pierna afectada por la tifus que había padecido en su niñez, la abuela encaraba el budín con nosotros. El primer paso era romper las nueces, esas nueces chiquitas y duras de antes, con el rompenueces siempre ineficiente. Llevaba un buen rato conseguir una cantidad aceptable para los cuatro o cinco budines que iban a salir de ahí. Después venía la parte preferida por los dos gorditos: batir la manteca con el azúcar, cuatrocientos gramos de cada cosa. Quedaba una montaña de crema amarillita que no perdonábamos, y cada vez que la abuela se daba vuelta hacia la mesada, los dos atacábamos a mano llena. Mi saqueo paraba cuando ella le agregaba harina y huevos a la mezcla, pero mi hermano seguía un rato más; para él, la pasta estaba rica igual. Mi abuela seguramente sabía de nuestros hurtos, pero no decía nada; era esa clase de mujeres, de las que callaban y consentían. Era imposible ser su nieta y no amar sus ojos claros, su leve acento gallego, su semisonrisa eterna y su sentido de la compasión.

Contaba lo de la crema de manteca y pensaba cuánta le quedaría para hacer los budines, y me di cuenta de que estoy hablando de las manos de una nena, y de las de un nene cinco años menor.

La abuela hacía todo con el batidor de mano, y con el libro de doña Petrona cerca. Yo no podía ni imaginar el esfuerzo de batir las claras a nieve sólo con la fuerza de los brazos, pero ella lo hacía, y era normal, como lo era el trabajo titánico de las mujeres en la cocina para las Fiestas. A la tarde sólo quedaba el olor a bizcocho en toda la casa,  los cuatro o cinco budines enfriándose sobre la rejilla, la abuela cansada pero feliz, y nosotros con la panza llena pero a la espera de probar uno, todavía caliente, íntimo como un secreto familiar.

El destino del budín inglés era diverso: se comía en Nochebuena, o en Navidad, o el día después, en el desayuno. Daba lo mismo; una vez que salía de la cocina perdía su personalidad entre la mesa de dulces, aunque nosotros los hubiéramos reconocido entre miles.

El sábado pasado, mi vieja también había puesto todos los ingredientes en orden. Faltaba la manteca, porque hacía demasiado calor y tal vez la manteca de ahora se derrite más rápido que antes, o el calor con el cambio climático es peor que el de antes. Me senté con un bowl, el pan de manteca y doscientos gramos de azúcar, mezclé todo y no quise pararme a pensar en lo que faltaba, empezando por otro pan de manteca y otros doscientos gramos de azúcar, y siguiendo por las personas que esta vez no iban a disfrutarlo.

Lo que a mi abuela le llevaba más de medio día con su rompenueces y su batidor de mano, a nosotras nos llevó menos de una hora, incluida mi estúpida polemización acerca del carácter americano y no inglés de la esencia de vainilla y su inclusión en la receta.  Todo fue más fácil con las nueces mariposa compradas en la dietética y la super batidora con diez velocidades y turbo. Todo cambió desde que mi abuela se levantaba temprano, y cualquiera podría preguntar cuál es el sentido de seguir haciendo el budín inglés en casa. Verán: mientras el viento se lleve todo menos los ojos de mi abuela repetidos en los de mi hermano, y mientras mis sobrinos recuerden que el budín es la humilde herencia de su bisabuela, no habrá para nosotros un dulce navideño más único e irrepetible, como una estrella de Belén puesta en el arbolito a las 0:00 del 25 de diciembre.

Prejuicios

PREJUICIOS LADO A:
Como todas las mañanas y las tardes pero sólo en hora pico, el A está con demora. Subo en uno que va para Plaza de Mayo, pero últimamente demasiadas personas hacen lo mismo y se dificulta encontrar un asiento permanente, Lima-Plaza de Mayo, Plaza de Mayo-San Pedrito y que el resto se joda.
Hay un lugar al lado de un señor excesivamente alto y ancho. Espero de pie, pero veo que la cosa no mejora. Me siento a su lado. Sube una mujer con su hijo, que tiene síndrome de Down. No es un chico, es un muchacho ya crecido, tiene una pequeña barba con algunas canas, y es tan crecido que si bien no es largo es bastante ancho. Se me sienta al lado. Quedo sanguchito. El muchacho respira ruidosamente. Yo estoy a punto de putear en japonés, pero me arrepiento y me pongo a leer.
Rápidamente el subte se llena. Frente al joven ancho se para otro flaco, que empieza a charlar con el joven y su madre. Ella le cuenta que su hijo es músico, que toca el órgano y la armónica. El flaco le pregunta cuál es su músico favorito y el joven le responde: “Stevie Wonder”. Y conversan: el flaco cuenta que toca la guitarra, que la música es su vida y que para sobrevivir hasta tocó en la calle. Y que por suerte pudo conseguir laburo, pero ahora no tiene tiempo para tocar. Se preguntan entre ellos qué marca de instrumento tienen, uno toca en un grupo; la madre interviene de vez en cuando, orgullosa de su hijo. Y el flaco repite a cada rato que ahora consiguió laburo.
Frente a toda esta maravilla, sigo leyendo pero no puedo salir de un renglón: cada palabra es un cachetazo a todos y cada uno de mis prejuicios. Todo lo que dicen me parece un milagro y me reconcilia un poco con la humanidad. Y empiezo a creer que los abismos se pueden saltar sólo con mirar al otro y decir “hola” si el otro también está dispuesto a mirar.
La epifanía sólo es interrumpida por las ráfagas de aire helado y el perfume a limón que de vez en cuando escupe Metrovías sobre los pasajeros.
PREJUICIOS LADO B:
Se baja el flaco, ya el subte se va vaciando. En una estación sube uno que vende estampitas. Está vestido con un equipo de San Lorenzo que le queda chico y tiene alta visera blanca. Las palabras son las de siempre: la familia que mantener y antes de salir a robar prefiere vender estampitas. Y sube una chica de unos 17 años con un bebé en brazos. El de las estampitas ofrece a todos.
Hace 45 minutos que estoy leyendo un título y no puedo salir de ahí. Escucho la voz del joven Down cuando el de las estampitas le ofrece una: “No, no quiero”, le dice cortante, y veo de reojo que mira para otro lado. De inmediato, la madre ataca: “No tenés que vender estampitas, tenés que buscarte un trabajo”. Y el tipo le contesta: “Busco, señora, pero no encuentro nada”. Ahí largo los apuntes y miro la escena. La madre está inspeccionando al de las estampitas de arriba abajo, y le dice: “No sé, no sé, menos fútbol y más trabajo”. El tipo le dice: “Mire, uso esto porque me lo regalaron y es lo mejor que tengo para ponerme cuando salgo a vender”. La mujer niega con la cabeza y el de las estampitas le insiste a uno que le dio plata: “Quedátela, la estampita, vas a ver que te va a traer suerte, en serio”. A todo esto, ya me dejó en la mano una de la virgen de Caacupé y yo le di un billete de 5 pesos y me levanté rápido porque ya estamos en San Pedrito. Sólo queda la chica con el bebé en el vagón. El de las estampitas le ofrece una y ella la rechaza. Él le dice: “No te pido plata. Te la dejo, es solamente porque sos vos”.
Y entonces me olvido de la mujer y del joven Down y de la alta visera del de las estampitas y de la chica con el bebé y del que tocaba música en la calle para sobrevivir. Y pienso que desde el lugar que a cada uno le toca vivir los prejuicios protegen del peligro tácito que el otro implica: de lo diferente, de lo amenazante, del que te saca de la comodidad simplemente con aparecer en el horizonte. Y pienso que me vino bien quedar sanguchito para fumarme una lección completa cuando de pronto viene la vida a decirte que abras la cabeza y permanezcas atento, porque nada es lo que parece.

Bullying, en primera persona

Cuando estaba en el colegio secundario me iba bien y me iba mal. Cargaba con el bullying de mis compañeros, alguna vez lo conté. Y el bullying conseguía sacar en mí las peores cosas. Y esas cosas, esos sentimientos de mierda, me los comía uno por uno. Literalmente. A los 16 años era un barril. Pero uno se lo contaba a un adulto y el adulto, que quién sabe qué cosas había pasado, te contestaba “vos no hagas caso y seguí tu camino.”
Y yo seguía mi camino, pero mi camino siempre era a contra corriente, como va el salmón, y siempre me dejaba marcas que dolían. En los actos del colegio me tocaba escribir algo y leerlo en público. Participaba en todo, y estudiaba sólo lo que me gustaba. También me tocó conducir la fiesta del cole en un teatro de Flores. Hicimos una muestra de poemas ilustrados y la rectora invitó gente de todos lados para que vieran lo que mi entonces amigo Fabián y yo habíamos hecho.
Y una vez me enojé con el profesor de finanzas y en la revista del colegio lo prendí fuego sin dar el nombre. Por supuesto que me llevé la materia.
Por si ya no me había ganado suficiente odio, el último año fui escolta de la bandera. Era aburrido pero importante.
Y un mediodía, cuando estaba saliendo del cole, vi por primera vez una escena que no dejó de repetirse a través de los años: una compañera, que durante tres años me había pedido ayuda para todos los trabajos prácticos, una de esas minas densas que se pegan como lapas para sacarte algo, se acercó a la vicerrectora, le dijo algo al oído, las dos me miraron y se fueron al despacho juntas.
La vice era una licenciada en filosofía, cordobesa y con la cara como una calabaza de Halloween sin onda. Al otro día me comunicaron que yo dejaba de ser escolta (qué palabrita, “escolta”) porque me había llevado materias. Adivinen a quién pusieron en ese lugar…claro, a ella. Que nunca tuvo un promedio mayor a 25 centésimos por encima del mínimo para aprobar. Que molestaba en todos lados. Que tenía olor a jabón de coco en el pelo mezclado con mugre intrínseca. Que cuando no le alcanzaba el promedio mandaba a la madre, una especie de mastín napolitano, a quemarle la cabeza a los profesores. Pero que nunca se llevó ninguna materia, ni se rebeló contra nadie, y que lo único que defendió y por lo único que se jugó fue por sus puntitos bimestrales.
No recuerdo que me haya afectado mucho en el momento, pero seguro que implosioné como el albergue Warnes y engordé dos kilos en un día.
Nunca me olvidé de la escena ni de los cretinos amparados por el reglamento. Los encuentro en la vida a cada rato. A veces puedo zafar de su proximidad. Otras no. Y si aprendí algo con todo eso fue que, no importa qué pase, elegí, elijo y elegiré no ser igual. Prefiero el dolor que dejan las marcas. No por los cretinos sino por mí.

F.E.

Cuando estudiaba periodismo en TEA, allá a principios de los ’90, tenía una compañera que era bella. Y tonta. Llegaba o se iba en autos que ninguno de los ratas que cursábamos allí podríamos haber comprado. Siempre tenía terribles chongazos alrededor, y creo que cualquiera de los pibes se moría por explicarle alguna bibliografía, no importaba cual. Ella siempre estaba bien vestida, súper producida, siempre con papeles en las manos y ajena a todo el bien y a todo el mal. Ella era un despiste y nadie daba dos mangos por su camino en la profesión.
A mi me iba muy bien. En las tres cosas: gráfica, radio y tele. En los exámenes de fin de año me ponían a cargo de cosas. Florencia para mi no existía.
Nunca hablábamos, porque además yo era el bagayo de siempre y ella brillaba con su lomo y su cara de muñeca, así que no teníamos nada en común.
Una noche de clases, no sé por qué, Florencia me llamó aparte y me dijo: “yo voy a llegar más lejos que vos. A vos la carrera no te cuesta nada, todo te sale bien. En cambio a mi me cuesta muchísimo, así que le pongo tanto esfuerzo que voy a llegar más lejos.”
A F.E. me la volví a cruzar varias veces a la vuelta de Tribunales. Ella estaba haciendo móviles para Canal 13. Yo llegaba al laburo donde liquido sueldos.
Un día puse el noticiero y allí estaba ella, haciendo el copete de su nota, y era perfecto. Era todo lo que nos enseñaron en TEA.
El domingo pasado leí un reportaje que le hicieron para la revista Viva. Contaba de su laburo en la tele y de sus libros.
Ninguna de las innumerables mañanas en que nos cruzamos a la vuelta de Tribunales me atreví a hablarle. Pero si le hablara, antes que nada le diría: “chapeau, maestra”. Y después le diría que sí, que uno es la suma de sus decisiones…y tal vez le pediría un autógrafo

Amnistía no, diario La Nación

Una noche de 1977 estábamos buscando un disco con mis viejos. Era para mis quince, imagínense. Yo quería bailar lo mismo que bailaron ellos cuando se casaron, el vals “Fascinación”.
Volvíamos desde Flores y vimos un caserón con las puertas abiertas y un cartel manuscrito: “Se venden libros y discos”.
Entramos. Como digo, era una casa. En aquella época nadie vendía en la casa, para eso estaban los negocios. Los vendedores eran un matrimonio de gente mayor. Debo decir que tanto mi viejo como yo éramos de hacer chistes con los comerciantes. Y mi viejo empezó con sus comentarios, pero esta gente no parecía de buen humor. Miraban para todos lados, y si se reían igual seguían tensos.
Vendían discos y libros usados. No tenían “Fascinación”, claro. Tenían por ejemplo libros de Karl Marx y discos de Víctor Jara. Y un álbum doble de Joan Báez, que compré.
Recuerdo que comentamos en el auto que ese matrimonio era raro. Yo, además, vivía en una burbuja como algunos en aquel tiempo.
Unos días después volví al lugar con un amigo del colegio, a ver si podía encontrar algo más. La casa estaba cerrada. Recuerdo la inquietud y la sensación de que algo se me estaba escapando. La angustia por la que ese matrimonio estaba pasando, por la casa vacía, por la venta en la noche, por la huida quién sabe adónde.
Muchos años la casa de Rivadavia 8022 estuvo cerrada. Después abrió como local comercial de algo. Ahora se llama Diagnosys. Y qué copado debe ser para la gente que concurre allí a hacerse kinesiología entrar en ese caserón antiguo y reciclado.
No sé si alguien que no sea yo recuerda a aquellas personas, a aquella casa resignada a la noche cruel de la dictadura. Pero ayer, leyendo el editorial de La Nación, sentí que el frío y viejo caserón gritaba “nunca más”.

El Viru

Me gustan las palomas. A otra gente le gustan las iguanas o los hurones y eso se considera cool, así que no jodan.
Más de una vez las levanto por la calle y trato de curarlas; a veces se puede y a veces no. Por ahí lo que me llama la atención de ellas es su enorme instinto de sobrevivencia, que es lo que las transformó en plaga.
Y en este tiempo aprendí que no se puede ir contra la naturaleza, y que a veces es mejor que actúe la selección natural en lugar de uno. De un perroenfermo uno cuenta con su parecido al ser humano en un 75 para curarlo aun en su peor momento. En cambio, en el caso de las palomas poco aporta el dato de que sean herederas directas de los dinosaurios: no colaboran.
La cuestión es que si las palomas son feas, pueden imaginarse lo que es una paloma con viruela (acá si quieren pueden dejar de leer). Basta decir que si fueran personas, tendrían que cubrirse con una capa negra y tocar una campanita anunciando su paso, como los leprosos en la Edad Media.
Los primeros días que vi al Viru en la terraza me hice la tarada. Ya sé que la cepa que ataca a las palomas es inocua para las personas: simplemente me daba asquito.
Me dije que por ahí se curaba solito, o que ya se moría, o algo. Pero pasaron los días y el Viru seguía ahí, cada vez más flaco y horrible, pero vivo.
Entonces me armé con toda la medicación que me enseñaron, me banqué el asco y lo agarré. Lo empecé a curar: el pobre bicho luchaba con toda la adrenalina que le quedaba en el cuerpo esmirriado. Cuando una paloma pelea así, es capaz de quebrarse las alas con tal de escapar. Lo limpié con pervinox, le di antibiótico y traté de alimentarlo. Tenía la garganta seca y cerrada. Casi no le pasaba el alimento. Lo puse en una jaula: se golpeaba enloquecido para escapar. Le dejé agua y la volcó, una, dos, tres veces.
Ese primer día hasta me bañé para sacarme el asco. Después me empecé a acostumbrar a su ojo cerrado por la infección y a los granos en el pico.
Cada vez que con su ojo sano me veía abrir la puerta de la terraza se golpeaba contra las paredes de la jaula. Peleaba todo el tiempo. Le molestaba el pervinox. Odiaba el gusto del antibiótico. Para mí estaba igual que cuando lo levanté hace cinco días.
Pero esta mañana, cuando me preparé para alimentarlo sabiendo que otra vez se iba a resistir, sacó de algún lugar su chillido de pichón, abrió el pico y se abalanzó sobre mi mano abierta para devorar su comida. Y comió hasta lo último y pidió más y se llenó el buche y a mí me llenó de alegría con esos ruidos estridentes de pichón hambriento de vivir.
Feo, feísimo Viru, hoy sé que vas a estar bien y que vas a salir a volar y a hacer tu vida de paloma y vas a ser una más entre tanta plaga. Pero vos y yo vamos a saber que, como dice la canción, las cosas se cuentan solas, sólo hay que saber mirar.

22 de abril, quasi San Jorge

Mi santo querido, mañana va a ser tu día y en muchas ciudades del mundo, de muchas maneras diferentes, venerarán tu nombre. Dice la leyenda que eras medio cristiano, medio árabe. También, con el tiempo, empezaron a decir que no eras, que nunca fuiste, que jamás exististe. La iglesia católica te sacó del santoral, pero nadie nunca pudo sacarte de todos los países en los que te erigieron como su patrono. Un misterio, el porqué. Quién sabe qué vio en tu figura heroica gente de idiosincrasias tan diferentes.
Quién sabe, si los países cambiaran hoy sus tradiciones, cuál sería la figura que encarnaría el coraje, la lealtad, la constancia, como lo hiciste vos. O si a los gobiernos los entusiasmaría que alguien con esos valores los representara.
Y sin embargo te veo matando cada 23 de abril a ese dragón en el que los espíritus antiguos vieron a sus propios enemigos.
Ahí estás , ahuyentando a los dragones que todos los días brotan en esta Tierra que ya no cree en los valientes caballeros ni en los guerreros heroicos capaces de dejarse matar antes de traicionarse. Tal vez por eso haya tantos dragones impunes aquí, porque ya no creemos en San Jorge.
Te agradezco, mi santo querido. Estoy segura de que muy lejos en la historia las personas merecían a alguien como vos, simplemente porque eran capaces de pensarte. Deseo que alguna vez este mundo de dragones disfrazados vuelva a merecerte. Nada me gustaría más que verte galopar en tu caballo blanco, lleno de fe en el camino y de coraje en el corazón.