«Resistiré, erguida frente a todoooo», sonaba en mi cabeza esa mañana apenas desperté. Tu canción favorita, tu grito de guerra.

Todavía recuerdo aquel cumpleaños que festejamos en tu casa. Puse ese tema en el equipo y te lo dediqué:

—Para vos, Ali, porque yo sé que vos vas a resistir.

Sonreíste de costado, escuchaste la letra,  y pasado un rato, cuando yo ya estaba sirviéndome algo de la mesa, respondiste con tu vozarrón de siempre:

—¿Sabés una cosa, Andre? Es verdad, claro que resistiré.

Todos nos reímos. En aquella época, tenías varios frentes abiertos, más que nada en la iglesia. Unos cuantos te odiaban porque te encantaba mandar, y porque conseguías que los demás te hiciéramos caso, a veces más que al propio padre José. Y tu pensamiento era original, audaz, cuestionador. No sé si te entendíamos, pero seguro te admirábamos.

—Demasiado temperamento para estar en un grupo santo— había dicho una vez María Rosa, la más vieja de la congregación, después de que te reíste a carcajadas durante una misa de ramos. No era para menos: María Rosa se había puesto un vestido azul con moñitos, y trataba de que la gente cantara. No se daba cuenta de que esa noche había muchas personas que sólo buscaban la bendición de los ramos de olivo, y mientras el sacerdote hablaba, ellos se ocupaban de sus celulares. María Rosa gritaba «¡canten, canten!» y los demás la miraban como si estuviera loca. Entonces sonó tu risa fuerte en toda la iglesia, y muchos te seguimos. Después, el padre José pasó varios meses sin hablarte, pero ya estaba hecho.

La noche de Resistiré en tu cumpleaños, Carlos se hacía el ocurrente, como siempre, y se mostraba cariñoso y enamorado. Te había regalado una 4×4, había exagerado en la compra de la comida y de la bebida, hasta se había cortado el pelo negro y rebelde. A nadie se le ocurrió pensar que ya te engañaba.

—Qué bárbara esa chica  Mónica— dijeron las mujeres de la iglesia en un té canasta a beneficio, unos días después. —Cómo va a perdonar al marido después de lo que le hizo.

—Nunca, eso es rebajarse como mujer— respondiste. —Yo jamás perdonaría una traición.

Un año más tarde decidiste espiar uno de los celulares de Carlos, y entonces comprobaste que tenía una amante y que él lo iba a negar aunque se lo preguntaras con el whatsapp abierto en el último «Buen día, amor», de doce minutos atrás.

Cuando te decidiste a contarlo, la noticia chisporroteó en las bocas amargas de las mujeres de la iglesia. Echaste a Carlos de tu casa. Lloraste. Lo perdonaste, lo seguiste amando pero nunca más volviste a verlo: habías dicho que nunca lo perdonarías, y si hubo algo que pudieras amar más que a un hombre era al valor de tu palabra.

Con el tiempo, te apartaste de la iglesia. Te veíamos poco, y cuando aparecías, nos llamaba la atención tu palidez y tu dificultad para caminar. Pero insistimos, y fuiste al médico. Dijiste que te habían hecho una resonancia magnética, y que tenías tres hernias de disco. Te creímos, porque siempre te creíamos.

Esa mañana de Resistiré en mi cabeza en la voz de Estela Raval, ya te habías internado en terapia intensiva. Salí corriendo de mi casa rumbo a la clínica, con un presentimiento. En el camino, me llamó María Rosa:

—El padre José llamó a Alicia, y ella le dijo que sabe que tiene cáncer desde hace tres años, pero que no se quiso curar, que no quiere sufrir más. ¿Cómo puede ser, Andrea? Yo siempre discutí con ella, pero ¿por qué no quiso que los amigos la ayudaran? ¿Por qué se deja morir? ¿Por qué mintió?

—Supongo que porque a nadie se le ocurrió que alguien como ella pueda morirse de amor— le dije, y entonces llegó el mensaje de texto.